Las esferas del cielo

De entre los enigmas que la Providencia ha tenido a bien situar en mi camino a lo largo de las costas americanas recuerdo uno cuya naturaleza tiene «maniatada» a la ciencia oficial. Todos los intentos de explicación han fallado. Y, sin querer, uno termina desembocando en esa aparentemente «loca» idea de una civilización remota e ignorada -¿la «Atlántida»?- que pudo extender su sabiduría por las orillas del océano que la devoró. Una cosa es leer sobre ellas y contemplarlas en fotografías y otra muy distinta examinarlas y tocarlas. Porque las increíbles esferas de piedra de las selvas del sur de Costa Rica son todo un reto a la lógica y a la imaginación humanas. He tenido la fortuna de caminar por la espesa jungla que cubre el delta del Diquis y la región de Palmar Sur y me faltan las palabras. Son centenares -algunos hablan de miles- las «bolas», como gustan llamarlas los nativos, que se hallan repartidas por las plantaciones de bananeros, por las orillas de los ríos, por las llanuras y hasta en lo más alto de las colinas. Esferas generalmente de granito, aunque también las hay de basalto y de hule, de todas las medidas y de una perfección que hace enmudecer. Esferas que oscilan entre las tres y cuatro pulgadas (alrededor de nueve a doce centímetros) y los tres metros de diámetro. Esferas «del cielo», según las viejas leyendas, que, en el caso de las más voluminosas, superan las dieciséis toneladas. Esferas, insisto, cuyo tallado -pulcro, meticuloso y milimétrico- no parece obra de manos humanas, sino de fantásticas «máquinas».
Lamentablemente, nada sabemos de sus constructores y de su verdadera finalidad. Han sido halladas formando grupos -los más nutridos de cuarenta y cinco y sesenta esferas, respectivamente- y también en solitario. Las primeras noticias «oficiales» que dan cuenta de su existencia proceden de George P. Chittenden, quien, en 1930, al explorar la selva por cuenta de la multinacional United Fruit Company, fue a tropezar con muchas de estas enigmáticas «bolas». Chittenden comunicó el hallazgo a la doctora Doris Stone quien, en 1940 y 1941, tuvo el acierto de trasladarse al delta, procediendo a su estudio y, lo que es más importante, al levantamiento de planos con la ubicación original de algunas de estas esferas. En 1943 publicaría sus primeros informes, aportando mapas de cinco emplazamientos en los que se alzaban cuarenta y cuatro «bolas» y suministrando datos sobre otros ejemplares localizados en las proximidades del pueblo de Uvita y en las orillas del río Esquina. A partir de esas fechas, otros arqueólogos e investigadores -entre los que destacan Mason y Samuel K. Lothrop, de la Universidad de Harvard- se adentraron también en las selvas, con el loable propósito de desvelar el misterio. Pero el «progreso» había empezado una triste y desoladora labor de destrucción. Las compañías bananeras -en especial la United Fruit- arrasaron bosques y campiñas, sepultando, removiendo o destruyendo con sus máquinas decenas y decenas de aquellas esferas. Las protestas de los arqueólogos no prosperaron. Los intereses económicos de las multinacionales prevalecieron por encima de sus demandas y la humanidad se vio privada en buena medida de uno de sus más codiciados tesoros histórico-culturales.
Muchas de las «bolas», arrancadas de la jungla y de los campos, fueron transportadas a pueblos y ciudades y colocadas en plazas, jardines y propiedades o edificios particulares como piezas ornamentales. Esta serie de desgraciadas actuaciones humanas ha significado un duro golpe al posible esclarecimiento del enigma. Al moverlas de sus lugares originales se ha malogrado la posibilidad de interpretarlas en su conjunto. Todos los especialistas a quienes consulté se muestran de acuerdo: «Las alineaciones detectadas entre las esferas podrían haber arrojado mucha luz respecto a su finalidad y razón de ser.» Pero, aun así, no todo está perdido; Gracias a los providenciales mapas de la doctora Stone y de Lothrop y a las actuales exploraciones y cálculos de Ivar Zapp, un ingeniero afincado en San José de Costa Rica, algunas de las primitivas alineaciones han podido ser rescatadas y analizadas, ofreciéndonos una fascinante hipótesis de trabajo que trataré de sintetizar. De acuerdo con las mediciones efectuadas por el mencionado profesor de la Universidad de Harvard en uno de los conjuntos que permanecía inalterado, varias de las esferas parecían «marcar» rumbos marinos. Unas «señalaban» hacia el noreste y las otras en dirección opuesta: hacia el suroeste. Al llevar al mapa esta última alineación, los investigadores observaron con asombro cómo la línea trazada pasaba sobre las islas de Cocos, Galápagos y Pascua. Esta desconcertante «pista» animó a los estudiosos a probar con otras alineaciones. Y las sorpresas se multiplicaron. Las «bolas» apuntaban con precisión hacia destinos tan remotos como Grecia, Asia Menor, Reino Unido y Egipto entre otros. Pero no satisfechos con estos resultados, Ivar Zapp y su entusiasta equipo sometieron una de estas «direcciones» (199 grados) al dictamen de la computadora de a bordo de uno de los aviones de la compañía Lacsa. Al suministrarle los datos -latitud y longitud de Palmar Sur, donde fue hallado el conjunto de esferas; dirección marcada por la alineación, equivalente en este caso al «rumbo de despegue» (199 grados) y las correspondientes coordenadas de las islas ya mencionadas: Cocos, Galápagos y Pascua-el ordenador vino a ratificar lo ya sabido: los hipotéticos «navegantes» habrían alcanzado «Rapa-Nui» con un error de setenta kilómetros. Entraba, pues, dentro de lo posible que estos cientos o miles de «bolas» de piedra fueran el reflejo y la constatación de toda una sabiduría relacionada con la navegación oceánica.
Y los interrogantes, una vez más, se empujan unos a otros. Si esto es así, ¿quiénes fueron los constructores? ¿A qué época debemos remontarnos? Por el momento no hay respuestas. Algunos arqueólogos han tratado de solventar la incógnita, asociando la antigüedad de las esferas con los restos de cerámica desenterrados en sus proximidades. De esta forma, siguiendo tan poco fiable método, han llegado a insinuar que pudieron ser fabricadas hacia el siglo XVI. Pero la hipótesis en cuestión «tropieza» con varios y serios inconvenientes. Por ejemplo: ninguno de los cronistas y conquistadores españoles de esa época hacen alusión a los hipotéticos «constructores de esferas». De haber tenido noticia de tan magnífica labor, hombres como Vázquez de Coronado, Gil González Dávila o Perafan de Rivera lo hubieran mencionado con toda seguridad. Por otra parte, como pude constatar en una de mis correrías por la selva, muchas de estas «bolas» se encuentran actualmente sepultadas. Es posible que la acción de la naturaleza -inundaciones, seísmos, etc.- haya originado numerosos enterramientos. Otros, en cambio, tienen un origen muy diferente. Con toda probabilidad, el enorme peso de las esferas ha provocado el lento pero irremediable hundimiento de las inmensas masas de granito en el húmedo y esponjoso suelo arcilloso. Y según los investigadores, ese hundimiento se registra a razón de un milímetro por año. Si tenemos en cuenta que algunas de las «bolas» sacadas a la luz miden más de dos metros de diámetro, ello nos sitúa a una distancia de veinte siglos, como mínimo... Y lo cierto es que la antigüedad de las mismas debe ser tan dilatada que ni siquiera ha permanecido en la mitología y en la memoria colectiva de los pueblos autóctonos de la región. Cuando se refieren a ellas, los nativos las recuerdan como «algo» ancestral y «directamente vinculado a los cielos».
Pero eso es todo. Y, como siempre, la arqueología ortodoxa ha despachado la cuestión, atribuyendo su origen a un «desconocido ritual mágico-religioso». Una explicación que lo dice todo y no dice nada... Otros arqueólogos -como los profesores Carlos Aguilar y Vicente Guerrero- han tenido la humildad y sensatez de reconocer que «no saben y no consiguen explicarse el origen y la finalidad de las mismas». Simple y llanamente, son un misterio. Porque, si desconocida es la técnica de ejecución de tan descomunales y perfectas «bolas», más aún lo es el sistema utilizado para su desplazamiento. No podemos olvidar que las canteras se hallan a decenas de kilómetros de los lugares donde han ido apareciendo. Y aunque se trate de esferas, su circulación por la jungla, salvando ríos, quebradas y pantanos, hubiera resultado harto comprometida. ¿Y qué decir de las ubicadas en las cimas de las colinas? Los razonamientos de algunos arqueólogos no se apoyan en bases lógicas y racionales. Para estos científicos, el «transporte» de las esferas era un problema de «años y mano de obra». Pero ¿cómo mover una mole de dieciséis toneladas a lo largo de cincuenta kilómetros, sorteando toda clase de accidentes geográficos y sin que la superficie resulte dañada? Según los arqueólogos e investigadores que han trabajado cerca de ellas, su esfericidad es tan exacta que, en ocasiones, para obtener las medidas, se han visto obligados a recurrir a las computadoras... Y, curiosamente, según todos los análisis, cuanto mayor es la «bola», más precisas son las dimensiones y más suave y pulida aparece la superficie. Pero el gran enigma de las esferas de piedra se extiende también hasta otros lugares de América. Ejemplares parecidos a los de Costa Rica han sido descubiertos en Brasil, en el estado de Veracruz (México), en Panamá y en las montañas de Guatemala. Todas ellas -curiosa y sospechosamente-, en áreas que pudieron caer bajo la influencia de esa remota, ignorada y adelantada «humanidad»...


0 comentarios :

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...